Una de las ansias que la humanidad ha tenido, tiene y tendrá es la de controlar todo lo que concierne a la vida humana. Controlar el tiempo, controlar el clima, controlar las relaciones sociales, absolutamente todo y, obviamente, los procesos electorales no son ajenos a este deseo de control. Hace unos años, en Francia, apareció un debate especialmente relevante en los términos de esta pretensión humana de ejercer el control de los elementos más allá de las nuevas posibilidades que ofrecen las TICs. El debate se suscitó cuando una publicación belga (si no me falla la memoria, que es posible) publicó en su versión digital sondeos electorales durante el período en que en el país galo la legislación del ramo prohibía su difusión.
Ni que decir tiene que inmediatamente algunos de los mass-media tradicionales ofrecieron en sus informaciones dichos datos, por lo que la polémica estalló en grandes proporciones. ¿Pueden los medios reflejar, como informaciones, datos como los citados generados y hechos públicos fuera de la jurisdicción del estado? La difusión de estos datos en el extranjero, ¿atenta realmente contra las condiciones de la competencia electoral?... y así podríamos seguir.
El caso es que esta experiencia, paradigmática en lo que al impacto de las TICs en el proceso político se refiere, puede enfrentarse desde dos grandes posiciones: aquella que persiste en el intento de poner barreras al campo, al cibercampo en este caso (tarea árdua e imposible donde las haya), y aquella que asume la inevitabilidad de los cambios que conlleva la creciente presencia y relevancia de las TICs, de forma que pasan a suprimirse o modificarse aquellas normas jurídicas que, por obsoletas, no responden ya a la voluntad (ni al contexto) con la que fueron adoptadas.